Balonazos
·12 March 2025
Dieguitos

Balonazos
·12 March 2025
Dieguitos.- Su irreverencia contrastaba con las enormes calamidades vividas en su barrio; no sólo él, sino su madre, su padre y el puño de hermanos que peleaban cada comida como fe de vida, al punto de aprovechar la única posibilidad de cambiar su destino: salir, cambiar, migrar.El televisor, de las pocas señales de vanguardia en casa, se mantenía encendido todo el día para mitigar la realidad, hasta que aparecía, en la hora premier, el programa favorito de cada uno y el caos entraba a las alcobas, divididas por una pared agrietada y la mera esperanza del impredecible futuro.
A los niños de Palermo los espantaban del televisor con las noticias de Fiorito, mientras que, a los dieguitos en Fiorito, los aterrorizaban con la realidad distante. Como un ritual generacional, la señal del noticiero caía en manos de los padres quienes, entre tan poca esperanza, escucharon a un embajador extranjero con acento raro y cabello encrespado.
Por un momento, aquel toque diferencial llamó la atención de los diegos grandes: madre y padre, quienes lo escucharon algo excéntrico y decidieron prestar atención al personaje que no se disculpaba por la omisión del “sh” y que se olvidaba de pronunciar las “eses” al final de cada palabra.
Mientras la “mamá Diego” doblaba tres pares de medias de fútbol, en aquella habitación entró una idea tan extraña como esperanzadora, cuando aquel embajador dijo abiertamente que las puertas de la “Venezuela Saudita de los setenta” estaban abiertas para migrantes argentinos.
Aquellos padres se miraron como la primera vez en aquel autobús a reventar, como si quisieran olvidar el pasado y organizar un futuro. Por un momento, analizaron sus limitaciones, pero decidieron visitar la embajada, tan lejos como sus posibilidades.
El plan no era sencillo, pero sintieron que finalmente tenían uno. Lo más atractivo de todo era que en dos meses, un avión sin costo y algunos gastos de instalación, estarían dispuestos para quienes se acogieran a la medida. Los Diegos tenían algo.
Luego de organizar su documentación, todos, grandes y pequeños, dejaron las calles hambrientas de Fiorito con rumbo desconocido. Como fracasar no era un verbo sino siete días de la semana, decidieron no despedirse, ante el predecible y pronto regreso.
El primer fin de semana, los dieguitos salieron a caminar por las calles de Caracas. Rascacielos, grandes avenidas, un metro en construcción fueron los primeros avistamientos, nada diferente a su natal Buenos Aires, pero extrañaron la ausencia de potreros y niños con pelotas.
El padre Cándido, anfitrión en su llegada, los invitó a la misa y al convivio el primer domingo. No era cristiandad, era gratitud. A Dieguito le gustó la arepa, a Lalo y Hugo el pastel andino. Los Diegos grandes disfrutaron y agradecieron, pero su paladar chocó con el Caribe.
Minutos más tarde, días más tarde y meses más tarde, aquellos hermanos, ávidos de lo diferente y sudar caribeño, buscaron sin fortuna la escuela Cebollitas, pero encontraron en algunas esquinas al hijo del portugués, al hijo del italiano y (A) algunos ingleses migrantes, con acento extraño, pero con la pelota a sus pies.
Dieguito era el más atrevido con la pelota: regateaba, corría, hacía de todo. Luego de hacer un gol desde mitad de cancha esquivando a once jugadores, todos ingleses y hacer un gol con la mano, se consideraba un Dios. Colgó los guayos.
Fue un busca de otro reto y, como su deseo era brillar, se unió a Criollitos, una de las granjas de beisbol más importantes del país. Al principio fue cátcher, ese que parece una estatua y atrapa la pelota detrás del bateador pero, como no corría, se aburrió y cambió.
Luego jugó en primera base pero, como le llegaban apenas 6 pelotas en todo el partido ni sudaba, ni corría, ni reía, se cambió a short stop. Allí corría tres metros a la izquierda y tres a la derecha mientras trazaba figuras con sus guayos en la arena dibujando balones y canchas de fútbol.
Un buen día, en aquella cancha inhóspita, con el sol caribeño fingiendo compasión y la adrenalina dormida, cayó desde algún lugar lejano un balón de fútbol. Los niños de la otra cancha gritaron “chamo, pásamela”. El juego se detuvo y el tiempo también.
Dieguito tomó la pelota, la miró, se inclinó, se perfiló con su pierna izquierda, recordó su escuela Cebollitas, su potrero, sus amigos, su nostalgia, levantó su mirada y salió corriendo a gritarle a sus padres que, si regresaban a Fiorito, los haría campeones mundiales.
El cuento Dieguitos de Jesús Santiago…
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