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REVISTA PANENKA

·11 de octubre de 2024

El fútbol a pie de calle

Imagen del artículo:El fútbol a pie de calle

Siempre que voy a Barcelona me obligo a ver un partido del Espanyol en un bar del Passeig de Sant Joan donde se congregan todo tipo de personajes variopintos, casi siempre con aire trágico y canalla, que simpatizan con el conjunto blanquiazul.

Puedo saltarme la expedición a los cines Verdi de Gràcia—otro de mis rituales favoritos—, pero nunca puede faltar mi visita al bar regentado por el carismático duo conformado por Molina y Perico. Más allá de que simpatice o no con la causa política del Espanyol y su lugar en el mapa social de Barcelona, me interesa su condición de equipo claramente minoritario; especialmente con la irrupción del Girona como proyecto emergente no solo en España, sino también en Europa.


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Decía Enric González, a quien cito casi tanto como a mi padre, que para él era absolutamente incomprensible que alguien sintiera placer de reconocerse en un equipo ganador. Qué aburrido debe ser irle a un equipo que gana siempre, suele argüir cada vez que lo abordan al respecto. Y tiene razón: no hay nada menos interesante que un equipo que hace de su rutina y su identidad ganar.

En una línea similar, Marcelo Bielsa, la segunda persona que cito tanto como a mi padre, hablaba sobre el problema que supone que la gente comience a vincularse sentimentalmente con equipos de otras ciudades y otros países con los que no comparte absolutamente nada. Para él, representa un drama absoluto que un chico en Rosario salga con la camiseta del Real Madrid o que un chico en África se enfunde en los colores del Bayern, puesto que el amor “tiene que ser con lo propio, con lo del lugar, con lo que está al alcance de la mano”.

Ir a ver un conglomerado de estrellas a un estadio con aura de centro comercial supone una gran experiencia, pero no hay nada que se le asemeje a ir al campo del equipo de tu ciudad y tomar de la mano a tu padre como homenaje a los tiempos de gloria

Esto, haciendo un lado la glorificación del fracaso y el romanticismo exacerbado, tiene mucho de reconfortante en días en los que la gente se asocia con un club de fútbol por efecto de sobreexposición, moda y glamour; una circunstancia que atenta contra la raíz popular y fundacional del juego. No estamos siendo lo suficientemente críticos con la brecha cada vez más acentuada entre los megaproyectos y las clases menos privilegiadas. Desde luego que tiene su parte bonita descubrir cómo determinados clubes acumulan talento y montan plantillas de videojuego con más o menos coherencia, pero a mí me sigue transmitiendo más cosas la gente que celebra y se emociona con una barrida, un saque lateral en campo contrario, un gol revertido por el VAR, un tímido disparo bajo palos o, en el mejor de los casos, un descenso eludido.

No hay una sola manera de vincularse sentimentalmente con el juego, pero la manera en que lo hacemos nos define de cuerpo entero. ¿Realmente queremos un fútbol aburguesado? ¿No fue el otro fútbol, el de a pie de calle, el que nos enganchó definitivamente a esto? Ir a ver un conglomerado de estrellas a un estadio con aura de centro comercial supone una gran experiencia, sin duda, pero no hay nada que se le asemeje todavía a ir al campo del equipo de tu ciudad y tomar de la mano a tu padre como homenaje a los tiempos de gloria, o abandonarte en el bar de la esquina, pedirte una cerveza, compartir la barra y padecer el partido sin la mínima ambición de ganar.


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Fotografía de Getty Images.

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