
La Galerna
·19 de marzo de 2025
Hay que proteger la alegría

La Galerna
·19 de marzo de 2025
Nada grande se ha hecho nunca sin amor. Y sin alegría. El Atlético de Madrid es el mejor ejemplo de esto: un mes de marzo lluvioso interminable al que no le sigue ninguna primavera, sino directamente otra vez el invierno. Pero ellos dicen que eso es lo mejor que les ha pasado en la vida, así que sarna con gusto ya se sabe que no pica. ¡Están en su mejor momento! O sea, que se pueden regodear a gusto en la complacencia y en el victimismo, que parece son sus únicos horizontes vitales. El Madrid es otra cosa. El Madrid es Vinícius. Y Vinícius es alegría.
Últimamente la está perdiendo. O se la están quitando. Hay locutores nacionales, de lo más cotizado y de caché del periodismo deportivo español, que directamente lo llaman gilipollas en antena. Eso no es lo peor, sino que cale en el madridismo. Que lo está haciendo, según me da la impresión.
Vinícius representa como nadie esa cosa fantástica del fútbol que alimenta la imaginación, sobre todo, de los niños. En sus cabezas no hay imposibles y en los tobillos del número 7 brasileño, tampoco: están hechos de la misma materia que sus sueños. Es el mago, el duende, el artífice de lo inconcebible. Por eso lo más triste que puede sacar el Madrid de esta temporada es, precisamente, que la imagen de Vini se encanalle en la cabeza de los chavales, para quienes debía ser justo lo contrario, un símbolo de lo sublime a lo que aspirar en sus vidas.
La alegría de Vinícius vale más que una Copa de Europa justamente porque es el fuego que nos mueve a conquistarlas, el alimento que nutre las ganas eternas del Madrid por ganar Copas de Europa. No se puede ganar una Copa de Europa siendo espiritualmente rácano, un tacaño moral: Simeone lo sabe perfectamente. Para ganar se necesita desmesura y duende, un misterio cuya fuerza arrastra y nadie sabe, en puridad, explicar. Lorca decía que el duende era algo “oscuro y estremecido” y citaba a un flamenco, que lo definía como algo que “sube por dentro desde la planta de los pies” y que, por lo tanto, es una música viva, “creación en acto”.
La alegría de Vinícius vale más que una Copa de Europa justamente porque es el fuego que nos mueve a conquistarlas. No se puede ganar una Champions siendo espiritualmente rácano, un tacaño moral: Simeone lo sabe perfectamente
Viendo a Vinícius regatear e inventar, en sus mejores momentos de inspiración, driblings inverosímiles y caminos insospechados entre las piernas y las cinturas de los defensas contrarios, ¿quién puede dudar de que se trata de exactamente eso?
También citaba el poeta a Nietzsche para explicar las espantás o momentos de confusión de Vini: “todo artista sube una escala en la torre de su perfección a costa, siempre, de la lucha que sostiene con un duende”. Esto, en la carrera de Vinícius, podemos verlo con claridad. En cada una de las temporadas que ha pasado vestido de blanco ha ido incorporando algo a su repertorio, limando esto, adaptando aquello, siempre subiendo un punto en su instrucción personal para, con ello, sacar más partido al caudal innato de su talento como futbolista.
En esa lucha consigo mismo por ser mejor, Vinícius es muy flamenco. Hay una idea, que Fernando Quiñones emparentaba con el duende, que en árabe se expresa con la palabra tarab. El tarab es una embriaguez, un perder transitoriamente la cabeza, que puede devenir en una genialidad o en un desplante absurdo. Cuando sucede el tarab “el mundo entero parece adquirir cualidades inéditas”. Es el caso de Vinícius volando por los aires una defensa rival o, también, yéndose del partido enfrascado en una pelea con un estadio repleto de turbamulta vociferante. Son las dos caras de un mismo fenómeno que, sin embargo, muchos madridistas no entienden.
La ruindad española no puede mancillar la alegría de Vinícius: sería demasiado triste que este país de acomplejados consiguiera cortarle las alas a semejante criatura de fantasía
La naturaleza dionisíaca de los grandes futbolistas del Real les lleva a ser capaces de lo mejor tanto como de lo peor. Hay quien quisiera domesticar a estas fieras, convertirlos en monaguillos, como los canteranos de La Masía, que jamás rompen un plato. Pero eso es como querer hacer vegano a un tigre. Sergio Ramos, Cristiano Ronaldo, Vinícius, los grandes monstruos del Madrid contemporáneo, son así: una tensión que se eleva hasta alcanzar niveles de insólita calidad estética y emotiva, pero, también, dadas las circunstancias precisas, un paroxismo estúpido y una violencia interior sin la cual, empero, ellos no podrían encarnar aquella “creación en acto”.
Es una pena que haya madridistas que desprecien a Vinícius inducidos por la presión ambiental. Un mal partido de Vinícius es un partido notable casi de cualquier otro. De Curro Romero decían, los que tuvieron la suerte de verlo torear, que sólo con verlo hacer el paseíllo había valido la pena. Con Vini pasa algo parecido: es tal el flujo de ocasiones y momentos de peligro que salen de sus botas, de sus desmarques y de su imaginación, que tenerlo en el campo es, en sí mismo, un condicionante para todas las defensas contrarias. El fútbol, como casi todo lo que nos rodea, camina hacia la uniformidad y el automatismo. Casi nadie hace algo distinto y Vinícius es diferente a todo lo demás. Su juego es como un poema de Ben Zamrak tallado en estuco en una pared de la Alhambra: una transfiguración. Su alegría debiera ser sistémica y patrimonio del club. La ruindad española no puede mancillarla: sería demasiado triste que este país de acomplejados consiguiera cortarle las alas a semejante criatura de fantasía.
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