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La Galerna

·4 de octubre de 2024

Ruido blanco

Imagen del artículo:Ruido blanco

Mi marido no gozaba de buen humor aquella tarde. Con los músculos tensos y su torso inclinado sobre la mesa, encerrando el plato entre ambos brazos, daba la imagen de un animal traicionado por el entorno.

Verlo así un domingo, día de partido, era rutinario. Lo llamativo, y ya por ese entonces preocupante, era su mirada. La pupila le temblaba, como hirviendo de ira, mientras rodaba de izquierda a derecha por lo blanco de sus ojos, buscando una especie de culpable de todo el mal que lo afligía.


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El foco de su atención rebotaba por los rincones del piso. De la heladera al plato, del plato a los botones de mi camisa. Los trepó uno por uno a un ritmo frenético hasta llegar al último, para luego despegar hasta el techo. Fue balanceándose por las telarañas que mi plumero había dado por erradicadas hasta llegar a la ventana, y detrás del cristal encontró un magnetismo sobrenatural.

Se quedó mascando el chicle de la envidia, tensando más y más sus músculos, hasta quedar inmóvil, apuntando la flecha de su odio en sentido a la estructura metálica que reflejaba la tenue luz del sol hacia nuestro comedor. El Estadio.

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¿Hasta qué punto puede la pasión torcer la realidad? Me preguntaba mientras veía cómo le brotaban las venas por debajo de su nunca-blanca camisa. Unas columnas revestidas en metal, una camiseta, un escudo redondo y unas decenas de copas podían sonar como objetos inanimados que atentan contra la nada misma, pero desde el punto ciego del raciocinio de mi pareja eran gigantes maléficos que congeniaban contra la paz en el mundo; su mundo. Quién hubiera dicho que, en pleno siglo XXI, me casaría con un Quijote.

Desde ese día, nuestras vidas fueron vórtices anárquicos que derivaban en el titán plateado, ese tal Santiago. Las arrugas en los espejos, el polvo en los muebles, el dolor en sus huesos, todo era por culpa de ese maldito monumento al capitalismo, la avaricia, la maldad, y tantas otras etiquetas que se le ocurrían mientras hablaba por teléfono con sus colegas del Frente. A estas alturas, uno pensaría que la idea de mudarse cobraría cierto atractivo, pero la mente de ese hombre tenía otros planes. Esta era su aventura, su cruzada contra este ente brillante. Sería él quien lo haría caer, incluso si en el proceso se desplomaba todo lo que rodeaba a la bestia (el departamento, los negocios, su matrimonio…).

“¿Escuchas eso?”, me dijo una noche mientras tapaba mi boca cual protagonista de sci-fy. De fondo se podía detectar el ritmo de “Love Story”. “¡Qué canciones compone la muchacha Swift!”, le contesté para seguirle la charla. No era la respuesta que esperaba. Salió disparado de la silla. “Mira, esto ya es una falta de respeto”, se quejaba mientras abría las ventanas de par en par, uso poco práctico de un doble vidrio.

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“¿No lo ves?”, me señala un vaso con agua, esperando el temblor de la pisada del gigante. Y nada, ni un T. rex, ni una ola, ni siquiera una mísera mosca que justo le diera el gusto cayéndose de lleno en la copa.

“El ruido, el ruido nos está volviendo locos”, vociferó mientras se señalaba las ojeras. “No nos deja dormir, no podemos ni ver una serie. No podemos tener mascotas, ni invitar a nadie”.

Todo lo que decía era cierto, pero ¿qué tendrá que ver la muchacha estadounidense cantando con sus alergias al pelaje, su indecisión a la hora de elegir qué ver en Netflix, su apatía para con los pocos amigos que nos quedan de antaño? Lo que me daba la impresión, y nunca tuve el coraje de decirle, era que el estadio lo único que producía en él era esa sensación de vejez, de distancia con la modernidad. Aquel templo que rutinariamente maldecía se había transformado en algo distinto, un enemigo al cual no le conocía las mañas, pero amenazaba ya con su mera existencia.

Para colmo, varios le reían las gracias. Óscar llegó hasta a facilitarle unos equipos de medición. Me sonreían mientras los instalaban en el balcón, eran unos niños con su proyecto de ciencias. Soñaban despiertos con tumbar al titán, con los festejos posteriores (en voz baja y respetando a los vecinos, supongo) y la bendición que le caería de rebote al Metropolitano. “Unas moneditas que nunca vienen mal, pero qué lejos están de ser el fin de tan noble actuar”, decía el tipejo mientras se vanagloriaba de la gesta que estaban llevando a cabo. Si los escuchabas a lo lejos, parecía que estaban tirando abajo una asociación terrorista, cuando sus actos se situaban en las antípodas de esta creencia.

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No sé cómo, no sé quiénes intervinieron. Lo cierto es que, de la noche a la mañana, mi esposo se había vuelto una entidad reconocida en las redes. Era el líder de un movimiento contra el “ruido” de Santiago. Se pasaba días enteros monitoreando los decibeles, respondiéndole a cada cuenta que refutaba sus pruebas, o amenazando a quienes escarbaban en busca de su verdadera identidad. Llegó hasta a hacerse pasar por madridista. Madre mía, si su padre llegara a leer la sarta de tonterías que subió a Twitter. Esa sí que sería una jornada ruidosa, quizás me la reserve para las próximas Navidades.

Con su flamante fama llegaron los éxitos. El gigante suspendió conciertos (¿qué hago yo ahora con las entradas de Aitana?). Esa semana nada le borró la sonrisa. Llegamos a hablar de tomarnos vacaciones, de las próximas primaveras, de la poesía de los balcones. Era como volver a verle el rostro detrás de esas ojeras de oso panda. Poco nos duró.

Óscar lo llamó para felicitarlo, pero sus palabras destilaban veneno. Le llenó la cabeza con nuevas aspiraciones, más disparatadas, más enfermizas. Había que suspender todo tipo de eventos.

“Es que algo tenemos que hacer” me incluía como si de un equipo se tratara. “Esos altavoces tienen que estar fuera de norma. Hay que medirlos”, comentaba al aire su plan mientras montaba esos aparatos nuevamente. “Los anuncios, los goles, y ¿qué me dices de las bombas de ese nuevo brasilerito? Nos va a explotar las ventanas de una patada”.

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Las ojeras le crecían día tras día. Era evidente que se pasaba las noches monitoreando a Santiago, registrando su actividad, sus susurros. No me lo admitirá jamás, pero lo he escuchado conversando con la bestia. Creo que algo de todo esto le llegó a avergonzar, porque comenzó a cubrirse el rostro con un pasamontañas.

El cansancio, el paso del tiempo, la angustia, todos síntomas ocultables detrás de una máscara. Todo menos esos ojos. Esa retina quemada con la silueta del templo, esa pupila congelada de tanto apuntar. ¿De qué vas con todo esto? Si ya en la madrugada te pude escuchar. Entre los sonidos de la calle y los ronquidos del gigante, le llegaste a confesar tus miedos. Que incluso después de todo tu esfuerzo, tu dedicación, tu desvelo, él te siga ignorando.

Él te siga opacando.

Getty Images.

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